Los rehenes de Netanyahu. © Xabier Vila-Coia,
Los tertulianos y analistas políticos son unos curiosos individuos: por mucho que llueva, ellos y ellas, no se mojan. Trabajen en prensa, radio o televisión, cuando uno los escucha o lee tiene la misma sensación que cuando va al médico y ante unos resultados analíticos preocupantes le receta «pañitos calientes».

Los tertulianos y analistas políticos son unos curiosos individuos: por mucho que llueva, ellos y ellas, no se mojan. Trabajen en prensa, radio o televisión, cuando uno los escucha o lee tiene la misma sensación que cuando va al médico y ante unos resultados analíticos preocupantes le receta «pañitos calientes».
No se atreven, no diré a ver, pero sí a asumir, la evidencia de lo que está haciendo el primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, en Palestina. Su estrategia está clara: la victoria total y la aniquilación de su principal enemigo, Hamas, y de su peor problema: los palestinos.
Este es un prolongado conflicto que está poniendo al estado de Israel en particular, y a los judíos en general, en el verdadero lugar que ocupan en la historia.
El pueblo judío ha sido rechazado por diferentes culturas con las que ha compartido espacio vital, así fuese en Alemania, en Rusia o en España. Ignoro el motivo real. Asimismo, desconozco si es acertado el refrán según el cual «algo tendrá el agua cuando la bendicen».
En Buenos Aires entrevisté a José Grunfeld, un anarquista judío de origen ruso que participó en la Guerra Civil. Recuerdo cómo me narraba, con pesadumbre, los brutales pogromos que habían padecido sus antepasados en aquel lejano país. También recuerdo una idea, no sé si muy extendida, según la cual los judíos fueron la causa de la Primera y de la Segunda Guerra Mundial, y lo serán de la tercera.
En la facultad de Ciencias Políticas, en la especialidad de Estudios Internacionales, tuve una compañera jordana que conocía muy bien cómo se desarrolla la existencia de los palestinos. La electricidad, el agua, los alimentos? que necesitan para vivir están controlados por los israelíes, quienes permiten o no su suministro cuando lo consideran oportuno. Lo mismo ocurre con los desplazamientos de la población. Según ella, Gaza y Cisjordania son enormes cárceles o campos de concentración. Ahora, más bien campos de exterminio.
Netanyahu actúa como actúa porque se siente legitimado e inmune. Legitimidad no le falta. Es la misma que tiene Hamas: con sus acciones ambos actualizan el «conatus» spinoziano de sus representados; es decir, el impulso para perseverar en su ser, en este caso colectivo más que individual. E inmunidad tampoco: ningún país se ha atrevido, siquiera, a imponer sanciones a Israel para detener la pérdida de vidas humanas y el sufrimiento de los gazatíes. Aunque lo realmente efectivo sería la interposición de una fuerza internacional de paz que pusiese fin de manera definitiva a semejante masacre, posibilidad que nadie ha planteado; ni tan solo mencionado.
En política, más aun en política internacional, lo que impera es el utilitarismo: la mayor felicidad, o el mayor bien, para el mayor número, según la conocida formulación de Bentham, que constituye el principio democrático por excelencia. Por eso la vida de los rehenes que puedan estar en manos
de Hamas no tiene ningún valor para el gobierno judío. Si la muerte de veinte, cuarenta, sesenta u ochenta conciudadanos propicia la completa aniquilación de un enemigo acérrimo, bienvenida sea.
Es el eterno retorno del sacrificio como forma de redención de los pueblos a través de la religión, y de la política: «Siempre y en todos los lugares en que no se ha conocido y adorado al verdadero Dios, se ha inmolado al hombre».
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