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Opinión 20-07-2025 18:43

Personas, pero no hombres. ©Xabier Vila-Coia,

Quienes hemos vivido en dictaduras (en mi caso particular, en una de derechas, la franquista; y en otra de izquierdas, la castrista) sabemos identificarlas de forma irrefutable. Dos son los signos patognomónicos que permiten, al ciudadano avisado, reconocerlas: en los Poderes Públicos y Sociedades Satélite (los Popes y las SS), el adoctrinamiento incesante del pueblo;

 

 

Quienes hemos vivido en dictaduras (en mi caso particular, en una de derechas, la franquista; y en otra de izquierdas, la castrista) sabemos identificarlas de forma irrefutable. Dos son los signos patognomónicos que permiten, al ciudadano avisado, reconocerlas: en los Poderes Públicos y Sociedades Satélite (los Popes y las SS), el adoctrinamiento incesante del pueblo; y en este el miedo, entendido en la acepción democrática del término: miedo a expresar lo que se piensa, miedo a ser rechazado por lo que se piensa, miedo a pensar lo opuesto a lo que los Popes y las SS decretan que se debe pensar, decir y hacer.

 

Por desgracia, ambas características están muy presentes en la España del siglo XXI. Aunque existe una amplia pluralidad de manifestaciones, aquí me referiré tan solo a uno de los variados aspectos de manipulación y adiestramiento lingüísticos.

 

La estrategia comenzó apenas nacida la centuria, imponiendo la utilización generalizada del término «varón» en sustitución de la palabra que define al género masculino de la especie humana: «hombre». En 2017 publiqué un breve texto sobre esta cuestión («Innecesarios varones»), que se puede resumir en una frase de un profesor universitario a sus alumnos de la asignatura Historia del Mundo Contemporáneo: «En el siglo XIX los varones trabajaban en las minas, en tanto las mujeres lo hacían en otras actividades». El objetivo, no manifiesto, es hacer desaparecer la palabra «hombre» (y todo lo que implica serlo) del vocabulario, pues sabido es que lo que no se nombra no existe, y si ya existía acabará desapareciendo.

 

Quizás porque la maquinación no dio los resultados esperados, desde hace varios años los Popes y las SS decidieron dejar en un segundo plano la voz «varón» como sinónimo total de «hombre», dando prioridad a «persona». Este es el motivo de que leamos y escuchemos en los medios de comunicación y a los agentes de instrucción (y cada vez más entre la gente común, evidenciando el triunfo de la planificación lingüística para el pueblo), de forma intencionadamente repetitiva, este sustantivo sucedáneo.

 

Sin duda, es adecuado emplearlo en situaciones en las que no sabemos con exactitud a quienes nos estamos refiriendo (como en el titular periodístico: «Más de 70.000 personas recibirán gratis la vacuna contra la gripe»), hecho que en castellano es en verdad inusual pues el contexto suele disipar cualquier confusión en este sentido.

 

No ocurre lo mismo en los siguientes ejemplos, cuya frecuencia aumenta sin cesar. En una entrevista radiofónica una actriz habla del hijo que acaba de tener con su marido: «Es el mejor regalo de la persona [hombre] con la que estoy». En la televisión un novelista comenta su último libro: «Me sentí una persona [hombre] libre al escribirlo». En una emisora pública el locutor reporta: «Un ciudadano británico de origen indio asesina a una persona [hombre] en Birmingham»?

 

Por otra parte, si nos llega la noticia: «Ayer perecieron cinco personas en un accidente de trabajo», queda claro que tendría que haber tanto hombres como mujeres. Lo que ocurre es que los Poderes

Públicos y las Sociedades Satélite fuerzan a los profesionales de los medios, y adiestran a la población (a través del sistema educativo y de los propios medios informativos), para que se expresen de ese modo aun conociendo que esas cinco personas eran todas hombres, dato que es posible que salga a relucir cuando se profundiza en la crónica, si bien se oculta en el titular, y no por error, sino con la intención de erradicar la palabra maldita, la cual deviene en un tabú cuya transgresión conllevará indeseables consecuencias: si se es un asalariado de una empresa de comunicación podría ser una llamada de atención o una sanción por ignorar las instrucciones del correspondiente manual de estilo; y si se emplea en la vida cotidiana el castigo será la estigmatización social por incumplir los mandatos de los dictadores de normas y de antinormas.

 

Pero el tabú va más allá. A los conciertos ya no acuden espectadores, hubo X personas. En las pruebas atléticas ya no compiten corredores, participaron Y personas. A las concentraciones de protesta ya no asisten manifestantes, concurrieron Z personas. El cáncer ya no mata pacientes, fallecen N personas al año por su causa?, y así hasta el hastío, con lo cual lo máximo que se consigue es un empobrecimiento del idioma y de la posibilidad de decirnos las cosas de maneras diversas y más bellas.

 

Por eso, ante las múltiples políticas de amaestramiento lingüístico vigentes es preciso recordar que el pueblo es el dueño del idioma, no las ideologías, ni las Academias. Es él quien lo crea y lo hace evolucionar, sin premeditación, sin encorsetamientos forzados, y sin mayor intención que comunicarse de forma sencilla y comprensible.

 

Entonces, la moraleja apropiada para finalizar este artículo de reflexión se contempla en un adagio que aprendí durante mis estancias de investigación en Brasil: «Se a sua estrela não brilha, não tente apagar a minha» [Si su estrella no brilla, no intente apagar la mía].

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